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Un mandril con mandil

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Un mandril con mandil

Nos pasamos la vida esperando. Una oportunidad, un tren que se retrasa, la felicidad que no llega, un concierto que empieza tarde o un amor que se demora... Ni te cuento cuando tu profesión depende de la puntualidad de otros para iniciar un acto o comparecer ante la prensa, siempre planea la tentación caprichosa del "hacerse esperar". Luego están los retrasos endémicos por un mal funcionamiento de un servicio público, como que te atiendan médicos sobresaturados o las largas colas en comisarías. Jamás se ha visto que un juicio empiece a su hora. Desesperamos en la espera y se nos escapa el tiempo como cuando intentas retener la arena entre los dedos.

Demasiado se ha escrito, reflexionado, debatido y teorizado sobre el inexorable paso del tiempo y la pérdida de la juventud, una cuestión que sigue despertando recelos, preocupaciones y ansiedad, como demuestra el auge del negocio de la cosmética centrado en cremas, potingues y tratamientos anti edad. Se podría decir que todo está pensado y creado, aunque nada como inspirarse en la sabiduría y simpleza de los antiguos. Ellos no conocieron la prisa, sin duda la perversión del tiempo que nos acorta la vida.

Así, una de las creencias más extendidas del pequeño territorio morindiano, que heredó buena parte del origen del conocimiento que cimenta la civilización europea moderna, remarca que es más importante vivir el momento que toda una era entera. Es la Teoría de Chronos con el tiempo ancestral que nos recuerda que la existencia está plagada de sucesos únicos e irrepetibles y que sólo vale la pena cuando se aprende a saborear cada uno de ellos. Eso es más enriquecedor que afrontar el paso de décadas y lustros como una condena insoportable.

Como todo está inventado fueron los griegos los precursores de los dos conceptos antagónicos pero complementarios relacionados con el tiempo. Por un lado está el dios de las edades Chronos (no confundir con el titán Cronos que devoró a sus hijos como Zeus) que representa el tiempo lineal, que se mide con el reloj. Por otro lado está un dios semidesconocido, Kairós quien personifica el momento adecuado, el oportuno. Cantidad contra calidad, el gran dilema eterno que la prisa actual ha decantado hacía el primero.

Según los mitos presocráticos Cronos, descrito como un ser serpentino, se entrelazó con su compañera Ananké, la inevitabilidad, en el inicio del universo. Así se originó el concepto destino que marca la existencia de cualquier ser vivo para los que creen en él. Todo está marcado y escrito y por tanto todo es voluntad de un ser o una fuerza superior. Una forma de entender la vida más cómoda que creer que cada uno se escribe su propia historia día a día, con sorpresas, casualidades o encuentros que pueden cambiar su rumbo.

Son esos momentos en los que se puede invocar al dios Kairós, un ser representado como hermoso ya que personifica la belleza que aún no se ha marchitado. Él nos debe guiar para disfrutar del momento concreto, con la pausa necesaria, para saborear instante único e irrepetible que quizá puede enriquecer nuestro tiempo lineal para siempre.

Cuentan que uno de los exploradores morindianos más conocidos volvió de África con un mandril, una especie desconocida en esa parte Europa a inicios del siglo pasado y muy exótica por sus colores en la cara y en el trasero. Se convirtió en una atracción en toda la zona y un avispado comerciante adquirió al primate para cobrar entrada a los que quisieran verlo, como un zoo de un único animal. Eso sí, la moral de la época no permitía que el mono se pasease con sus enormes y desarrolladas gónadas al aire ante la vista de familias por lo que le pusieron una tela a modo de delantal para cubrirlo y, al mismo tiempo, que se pudiera mover con facilidad.

El mandril vivió durante años en su jaula, que se parecía a un hogar, e incluso lo vestían con ropas típicas de la región, siempre en forma de delantal, en alguna celebración. Pese a la cautividad fue muy querido y admirado e ir a verlo se convertía en todo un acontecimiento. Por eso, su presencia marcó a numerosas generaciones que recordaban para siempre ese momento único el que conocieron al primate. Fue una forma de medir su tiempo y de demostrar que hay instantes, ilusionantes o trágicos, que duran una vida entera.

Malvivimos en la urgencia, la impaciencia y la premura que nos impide disfrutar de la simple contemplación del paso del tiempo, recreándonos en detalles que suelen perderse cuando vas demasiado acelerado. Necesitamos invertir en momentos para nosotros, solos o acompañados, que nos recuerden que la existencia no es una suma de obligaciones a plazos sino una sucesión de oportunidades para disfrutar el presente, que para eso es un regalo.

Esa es la diferencia entre el "aquí no pasa nada, salvo el tiempo: irrepetible, música que resuena, ya extinguida, en un corazón hueco, abandonado, que alguien toma un momento, escucha y tira", que añora Ángel González y el "un siempre abre un futuro y un jamás se hace un abismo" que advierte Mario Benedetti. Sólo los genios optimistas saben concluirlo: "Entre siempre y jamás, fluye la vida insomne, pasan los grandes ojos abiertos de la vida".

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