Crítica de El hombre del saco, que trata de explotar el folklore autóctono de terror en clave juvenil

El hombre del saco no es, ni de lejos, la primera película que se inspira en la figura de un individuo capaz de cometer un infanticidio. Encontramos mitos similares en muchas culturas, de modo tal que el sacamantecas, the boogeyman o el coco han sido utilizados para asustar y controlar a los niños por medio de relatos moralizantes.

Aquí nos encontramos con una historia que se queda a medio camino entre uno de los sucesos más escabrosos de la España negra y la leyenda de corte fantástico y sobrenatural.

Concretamente nos traslada al siglo pasado para recordar el conocido como "crimen de Gádor" perpetrado en la localidad almeriense. Se recrea así la atroz historia del hombre conocido internacionalmente como El hombre de la bolsa o El ropavejero.

El objetivo es dirigirse al público infantojuvenil que ha vivido sus primeras experiencias con el género viendo Stranger Things, que probablemente será el único la que la película tendrá ocasión de inquietar. Más allá de la adolescencia difícilmente conseguirá amedrentar a la audiencia.

El ambiente, la banda sonora y el grupo de chavales protagonistas tienen una clarísima y deliberada inspiración en la popular serie de Netflix, que a su vez bebía de películas como Los Goonies, Pesadilla en Elm Street o It. Por ende, todas esas influencias laten de fondo en El hombre del saco, aunque no se hayan terminado de digerir de una manera precisamente rompedora.

En este aspecto el guión es bastante perezoso, porque no se atreve a innovar. Es más, es casi un defecto de la película, dado que las jóvenes generaciones a las que se apunta, no tienen asimilados estos códigos y el público algo más mayor lo va a tener complicado para no salir decepcionado del cine porque no hay una apuesta decidida por el terror como tal.

El hombre del saco nos presenta uno de esos inicios de manual para una película de terror: ¡la mudanza de rigor! Tras la muerte de su padre, tres hermanos y su joven madre se trasladan a un pequeño pueblo en el que se han ido dando una serie de inquietantes desapariciones de niños de forma periódica.

Junto con un par de amigos vivirán una aventura inesperada investigando lo sucedido en la zona, pero todo se complicará cuando se den cuenta de que el tiempo corre en su contra. Los eventos se precipitarán de tal forma que se arriesgarán a confiar en un adulto que tiene una información privilegiada que puede ayudarles a enfrentarse a esta entidad malvada.

La intención de El hombre del saco es buena y Ángel Gómez Hernández (Voces) tiene talento para generar inquietud, pero la película parte de una base errónea y nunca consigue ser tan oscura como habría necesitado para hacernos recordar nuestros terrores infantiles ni tan atractiva como para suponer un soplo de aire fresco que le pueda interesar a los nuevos espectadores.

Siempre da la sensación de que hay una contención que evita llevar las secuencias al lugar en el que habrían necesitado estar para provocar pánico. Pero ojo, que sabe medir los tiempos... es solo que el guión no le acompaña. Al punto de que ciertos momentos rozan la comedia involuntaria (sin palabras ante el trozo de saco saltarín).

El joven elenco tiene su gancho, aunque funciona de forma irregular. Desfilan por la pantalla Luna Fulgencio (Padre no hay más que uno) y Lorca Prada (El universo de Óliver), Claudia Placer (Verónica), Iván Renedo (Malasaña 32), Carla Tous (Alma), Guillermo Novillo (Veneno) y Lucas de Blas (Voces) que conforman la pandilla principal.

El reparto adulto incluye a Macarena Gómez y Manolo Solo, dos intérpretes de sobrado talento y experiencia que aquí tampoco tienen ocasión de brillar y quedan muy desaprovechados. Javier Botet es el encargado de encarnar a la criatura fantástica, algo que consigue sin problemas.

El hombre del saco termina perdiendo el foco de tal manera al adentrarse en los vericuetos del cuento fantástico (y dejando lejos el tono true crime) que no consigue centrar la atención en lo que realmente pone los pelos de punta en todo este asunto: la incultura y el analfabetismo que condujo a una persona a cometer un crimen tan espeluznante guiado simplemente por la superstición allá por 1910.

Y qué podemos aprender de ello, claro. Todo queda en una aventura intrascendente que no abre la posibilidad a una lectura más profunda ni a apelar a las zonas de nuestro cerebro que se encogen cuando apagamos la luz y campan a sus anchas nuestros miedos más atávicos. Una ocasión perdida doblemente: ni nos sobresalta en el plano formal ni en el intelectual. Por desgracia, no funciona.